Belphebe
-¿Y tu, hija mía, dime que es lo que quieres?
-Quiero un arco de plata, y flechas de plata, una jauría de lebreles grises y una túnica corta para correr y ser siempre libre.-Respondió muy seria y sin titubear.
Zeus miró a su pequeña. Apenas le llegaba a las rodillas y ya tenía una expresión salvaje...si es que algo así es posible ser adquirido... asi que mejor dicho:"Ya llegaba a sus rodillas y todavía conservaba una expresión salvaje", sin domesticar por el hecho de estar viva, con toda la potencialidad de un no-nato. La fuerza bruta, la dureza, la pujanza de un brote a punto de estallar en un pequeño punto verde sobre la rama desnuda.
Artemisa se negó a desarrollarse completamente, siempre tuvo una apariencia preadolescente, más niña que mujer. Tenía la insolencia de lo que no llega a manifestarse del todo. Parecía siempre extrañamente desprovista de color, y todo empalidecía en su presencia lunar, todo se sumía en una calma fria. Aunque su pelo era rubio, casi blanco, y sus ojos eran gris claro, su mirada siempre parecía envuelta en sombras. Dentro de sus ojos había muchas hojas. Verdes. Verde muy oscuro. Hojas de los árboles. Había bosques y había ciervos y lobos, y nieve y manantiales que salían de cavernas. Cavernas ocultas. Cascadas ocultas donde bañarse y desnudarse, a salvo de las miradas.
No asiste a las fiestas del Olimpo, y si lo hace se esconde en un rincón y charla solo con diosas jóvenes y discretas. Hay un pudor en Artemisa que la empuja a ocultarse como un conejo. Artemisa ama los secretos y lo que está escondido. Es timidez, pero también es una cosa asocial, un cierto autismo. Artemisa, como su hermano gemelo Apolo, empiezan y acaban en sí mismos. No llega a relacionarse con nada, salvo con sus bosques intactos, sus animales y sus ninfas.
Todas las ninfas la obedecen. Cuando corre con sus perros a toda velocidad, el campo , y las ramas rebullen y se vivifican, como agitadas por una ráfaga de viento. Es porque son invadidas por ninfas invisibles al ojo mortal que siguen el paso a su diosa, recorriendo como ardillas el entramado de la vegetación, como si fuera una especie de sistema circulatorio para espíritus elementales. Artemisa adora la compañía tranquila de las ninfas. Y ella misma siempre está tranquila. Incluso cuando mata, lo hace con calma. Con precisión de cirujano. Una flecha, una víctima. La pálida y dulce muchachita, tan seria que parece triste (que no lo está) tensa el arco y delicadamente las yemas de sus dedo sueltan la cuerda. La flecha de plata silba en el aire y se clava fácilmente hasta más de la mitad. Ningun movimiento altera la pose escultórica de la diosa, salvo el brazo curvándose suavemente sobre el hombro, buscando una nueva flecha. Artemisa es tan efectiva y está siempre tan dispuesta a la caza, que todos los dioses la usan de sicario para resolver asuntos personales. Y mata sin ningún odio, con un interés más bien limpio y deportivo.
Siempre que no se trate de hombres. Si hay algo que la enfurece, es ser vista, o no, mirada y sobre todas las cosas, deseada. Sus venganzas más crueles fueron contra espías, muchas veces casuales, mientras se estaba bañando. El cazador Acteón espió el cuerpo duro y blanco de la diosa virgen y fue transformado en ciervo. Inmediatamente Artemisa le dio caza y fue despedazado vivo por sus perros. Luego se bañó de nuevo para limpiarse la sangre.
Protectora de los niños, los cachorros y los inocentes, Artemisa es un animal nocturno. Cuando amanece, busca con sus ninfas un sitio oscuro, bajo las ramas, o quizás una cueva cerca de alguna fuente de agua y descansa encima de una alfombra de musgo y helechos, abrazando sus lebreles plateados. Y, así, pasa el día dormitando y bañándose, hasta que cae la noche de nuevo y los ojos sin color de Artemisa, como un espejo, iluminan la tierra con una suave luz reflejada.
-¿Y tu, hija mía, dime que es lo que quieres?
-Quiero un arco de plata, y flechas de plata, una jauría de lebreles grises y una túnica corta para correr y ser siempre libre.-Respondió muy seria y sin titubear.
Zeus miró a su pequeña. Apenas le llegaba a las rodillas y ya tenía una expresión salvaje...si es que algo así es posible ser adquirido... asi que mejor dicho:"Ya llegaba a sus rodillas y todavía conservaba una expresión salvaje", sin domesticar por el hecho de estar viva, con toda la potencialidad de un no-nato. La fuerza bruta, la dureza, la pujanza de un brote a punto de estallar en un pequeño punto verde sobre la rama desnuda.
Artemisa se negó a desarrollarse completamente, siempre tuvo una apariencia preadolescente, más niña que mujer. Tenía la insolencia de lo que no llega a manifestarse del todo. Parecía siempre extrañamente desprovista de color, y todo empalidecía en su presencia lunar, todo se sumía en una calma fria. Aunque su pelo era rubio, casi blanco, y sus ojos eran gris claro, su mirada siempre parecía envuelta en sombras. Dentro de sus ojos había muchas hojas. Verdes. Verde muy oscuro. Hojas de los árboles. Había bosques y había ciervos y lobos, y nieve y manantiales que salían de cavernas. Cavernas ocultas. Cascadas ocultas donde bañarse y desnudarse, a salvo de las miradas.
No asiste a las fiestas del Olimpo, y si lo hace se esconde en un rincón y charla solo con diosas jóvenes y discretas. Hay un pudor en Artemisa que la empuja a ocultarse como un conejo. Artemisa ama los secretos y lo que está escondido. Es timidez, pero también es una cosa asocial, un cierto autismo. Artemisa, como su hermano gemelo Apolo, empiezan y acaban en sí mismos. No llega a relacionarse con nada, salvo con sus bosques intactos, sus animales y sus ninfas.
Todas las ninfas la obedecen. Cuando corre con sus perros a toda velocidad, el campo , y las ramas rebullen y se vivifican, como agitadas por una ráfaga de viento. Es porque son invadidas por ninfas invisibles al ojo mortal que siguen el paso a su diosa, recorriendo como ardillas el entramado de la vegetación, como si fuera una especie de sistema circulatorio para espíritus elementales. Artemisa adora la compañía tranquila de las ninfas. Y ella misma siempre está tranquila. Incluso cuando mata, lo hace con calma. Con precisión de cirujano. Una flecha, una víctima. La pálida y dulce muchachita, tan seria que parece triste (que no lo está) tensa el arco y delicadamente las yemas de sus dedo sueltan la cuerda. La flecha de plata silba en el aire y se clava fácilmente hasta más de la mitad. Ningun movimiento altera la pose escultórica de la diosa, salvo el brazo curvándose suavemente sobre el hombro, buscando una nueva flecha. Artemisa es tan efectiva y está siempre tan dispuesta a la caza, que todos los dioses la usan de sicario para resolver asuntos personales. Y mata sin ningún odio, con un interés más bien limpio y deportivo.
Siempre que no se trate de hombres. Si hay algo que la enfurece, es ser vista, o no, mirada y sobre todas las cosas, deseada. Sus venganzas más crueles fueron contra espías, muchas veces casuales, mientras se estaba bañando. El cazador Acteón espió el cuerpo duro y blanco de la diosa virgen y fue transformado en ciervo. Inmediatamente Artemisa le dio caza y fue despedazado vivo por sus perros. Luego se bañó de nuevo para limpiarse la sangre.
Protectora de los niños, los cachorros y los inocentes, Artemisa es un animal nocturno. Cuando amanece, busca con sus ninfas un sitio oscuro, bajo las ramas, o quizás una cueva cerca de alguna fuente de agua y descansa encima de una alfombra de musgo y helechos, abrazando sus lebreles plateados. Y, así, pasa el día dormitando y bañándose, hasta que cae la noche de nuevo y los ojos sin color de Artemisa, como un espejo, iluminan la tierra con una suave luz reflejada.
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