BloodSalvo manando alegremente de un solomillo casi crudo, o resbalando por el labio de un boxeador muy sexy, no soporto la visión de la sangre. Hablando de esto con un amigo frente a una Cheesebaconburguer XXL sin cheese ni bacon ni cebolla, a propósito de una película espantosamente violenta que nunca veré, me acordé de una simpática anécdota que me pasó en mi época universitaria en Malaga(na).
En mi ánimo por integrarme en mi barrio , bastante castizo malagueño, acudía a la tienda de Amparo, una inmesa madre tierra con granja propia que vendía productos de excelente calidad. Un día me fijé en un cartel " Ai conejo y pollos" y le dije a Amparo que quería un conejo. "Es por encargo, mañana ven a buscarlo". Al día siguiente Amparo me dijo que siguiera a su marido (una extraña criatura oscura y peluda) al almacén. Inquietado por estar a solas con un cruce de ewok y jabalí, entré en el insano lugar. Para mi sorpresa, el ser me señaló unos jaulones en el suelo, que encerraban tres preciosos conejos. Debía decidir cual moriría. Yo siempre había sido un carnívoro consumado, pero en plan buitre, alimentándome de los cadáveres de las bandejas del supermercado. Esta decisión era demasiado abrumadora, como un juego psicológico tipo Saw, o como cuando Judith Mascó salva a una supermodelo, pero al revés. Como no quería ofender a esa gente y estaba deseoso por integrarme en mi nuevo entorno, en contra de mis principios, señalé el conejo más feo, que era el que menos pena me daba y la criatura me dijo que esperara en la tienda mientras lo preparaba.
Al cabo de unos minutos de tensa conversación, apareció con una bolsa de plástico completamente transparente llena DE SANGRE. Senti una repentina bajada de tensión, un escalofrio recorrió mi cuerpo al sujetar la pesada bolsa con el cuerpo recién desollado. Pagué a Amparo completamente lívido, le pedí una bolsa ópaca para llevarlo por la calle y fui a casa.
Cuando llegué, estuve un momento frente a la bolsa verde grisácea de la verdulería apoyada en la encimera. No quería hacerlo. Podía tirarlo a la basura en ese momento y todo terminaría. Pero no, debía endurecerme: es comida. Un conejo, como el de las bandejas refrigeradas. Puse una tabla de madera, saqué un gran cuchillo de cocina, y a la única luz de la campana de humos, extraje la bolsa transparente. La bolsa estaba super caliente. Desaté el nudo y al abrirse el contenido de sangre semicoagulada se desparramó por la tabla. El cuerpo resbaladizo sin piel se deslizó sobre su sangre hasta caer en el fregadero, girando sobre si mismo en el fondo. Desde un rincón, el ojo sin párpado, cubierto por una pátina rojiza, estaba clavado en mi. La cabeza en una mueca grotesca, con los largos dientes expuestos, mellados.
El olor era pestilente.
Superando la primera arcada, respirando por la boca para evitar oler, alcé al conejo por una pata para colocarlo sobre la tabla. Entonces, el contenido de estómago se salió pesadamente al levantarlo. Los intestinos arrastraban, dejando una estela roja. Tiré de ellos y corté. Paré unos instantes, mareado. Luego seguí sacando vísceras, tirándolas en la bolsa, intentando no pensar, con los ojos arrasados, y ganas de vomitar. El estómago, los pulmones, el corazón, cada vez menos tibios. Y cuajarones de sangre, y miles de membranas, telillas elásticas... Estaba viviendo mi peor pesadilla para prepararme mi comida preferida. Decapité al conejo. Lo lavé, lo metí en una bolsa transparente nueva y lo sepulté al fondo del frigorífico.
Después fui al baño a vomitar. Me tumbé en el sofá y me quedé dormido.
Los tres días siguientes intentaba evitar al conejo en la nevera. Pero progresivamente pensé que , después de todo, no había hecho nada intrínsecamente malo. Finalmente lo asé, con bayas de enebro, que le dan un delicioso sabor resinoso, y fragante pimienta rosa. Me quedó perfecto.